
Por: Gabriel S. Galán Melo
En nuestro país se acaba de aprobar y publicar -en tiempo récord- una ley de inteligencia y contrainteligencia. El texto, obviamente, ha promovido múltiples críticas en diversos sectores políticos, académicos y en organizaciones dedicadas a la promoción y protección de los derechos humanos. Tales reacciones, ciertamente, tienen fundamento. Porque dicha ley trata una temática regulada que, por su naturaleza, roza inevitablemente espacios sensibles de la vida institucional y democrática del país. En un estado democrático de derecho, la existencia y adecuada articulación de sistemas de inteligencia y contrainteligencia no solo es legítima, es necesaria. Toda nación requiere mecanismos para prevenir amenazas reales a su seguridad: combatir el crimen organizado, enfrentar al terrorismo y proteger la soberanía. Sin inteligencia, el estado quedaría completamente ciego ante desafíos estratégicos y sin contrainteligencia quedaría, por su parte, expuesto a infiltraciones y manipulaciones externas.
Sin embargo, no basta con inaugurar y enarbolar un aparato de inteligencia. Es esencial, en democracia, establecer con suficiencia y legalmente cómo va a ser estructurado y esclarecer para qué va a ser utilizado. Allí radica precisamente el dilema ético y político en torno a esta temática. Porque el poder de vigilar, cuando no tiene límites claros, se transforma inevitablemente en el poder para silenciar; y, cuando aquel poder opera sin controles, fácilmente se convierte en persecución. Ecuador ya ha vivido, y no hace mucho, episodios en los que el aparato estatal fue utilizado para espiar a periodistas, perseguir a líderes y movimientos sociales y amedrentar a un número considerable de voces críticas. La historia reciente nos ha dado lecciones dolorosas sobre cómo los sistemas de inteligencia pueden terminar en perversas estructuras de intimidación política. Por ello, es momento de aprender de nuestra historia a fin de no repetir los mismos errores.
Cualquier ley que se promulgue en esta materia debe respetar un principio elemental: la inteligencia debe estar concebida al servicio de la seguridad nacional y no en contra de los derechos fundamentales ni de la pluralidad democrática. Las garantías constitucionales no pueden suspenderse al arbitrio del Ejecutivo ni aún con la excusa de “la seguridad del estado”. Porque los enemigos de la democracia no siempre están por fuera, a veces anidan cobardemente junto a quienes dicen defenderla. Por lo que, una ley adecuada de inteligencia debe incluir, por lo menos, cinco elementos esenciales: (1) la delimitación clara de las funciones y competencias de los órganos y entidades previstas en materia de inteligencia y contrainteligencia, evitando las áreas grises y una posible duplicación de aquellas; (2) la prohibición expresa del espionaje político interno o de la vigilancia por razones ideológicas; (3) la enunciación de los mecanismos de control externos e independientes, en los que debe participar la Asamblea Nacional y la Defensoría del Pueblo; (4) la enunciación de los mecanismos -con reserva controlada- de rendición de cuentas, aún sobre asuntos sensibles; y, (5) un sistema de protección robusto para denunciantes y periodistas a fin de evitar posibles represalias encubiertas.
Pues, lo que está en juego no es una ley de aparente contenido técnico, sino el tipo de estado que pretendemos construir. U optamos por un modelo de seguridad con libertades o abrimos la puerta a un estado de policía preocupado esencialmente por neutralizar a sus críticos que por proteger a los ciudadanos. En democracia, el poder no debe ser temido, debe ser controlado. Y eso aplica, más aún, cuando se trata del poder de ver, oír y registrar lo que los otros no saben que está siendo observado. Una ley de inteligencia sin límites constitucionales no es un escudo para la nación, es una amenaza para su democracia.