
Por: Gabriel S. Galán Melo
El anuncio del Gobierno Nacional sobre el rediseño institucional y la desvinculación de más de cinco mil servidores públicos ha generado, de inmediato, un fuerte debate sobre el rumbo que está tomando la administración del Estado ecuatoriano. Si bien es cierto que desde hace años es visible la necesidad de ajustar el diseño institucional y el modelo de gestión de la administración pública para hacerla funcional, eficiente y acorde a los retos actuales, indudablemente preocupa que este proceso se esté llevando a cabo sin que se haya hecho público previamente un proyecto de gobierno claramente definido o se haya comunicado con transparencia y suficiencia la visión de país que tiene el gobierno actual. Porque el rediseño institucional no puede concluir en una simple reconfiguración administrativa provocada por un cúmulo poco claro de fusiones o supresiones de entidades administrativas. Y mucho menos puede limitarse a la desvinculación masiva de servidores públicos.
Ya que, la eficiencia estatal no se logra con recortes de personal, es necesario previamente a racionalizar el número de servidores públicos, auditar los procesos administrativos, identificar los puntos de conflicto o “cuellos de botella” institucionales y corregir las obvias deficiencias en materia de simplificación, tecnificación, cobertura y facilitación de los servicios públicos. No podemos olvidar que la burocracia ecuatoriana -con todas sus limitaciones- a lo largo de los años también ha logrado albergar un grupo importante de capacidades técnicas valiosas, de memorias institucionales relevantes y de conocimientos operativos irremplazables. Eliminar servidores públicos sin un plan claro puede agravar los problemas en lugar de solucionarlos.
Y más allá del número de servidores públicos que están siendo separados, alarma la orientación política que subyace en algunas de las decisiones del rediseño institucional propuesto. Por ejemplo, someter el Ministerio del Ambiente al Ministerio de Energía revela una peligrosa subordinación de la política ambiental a una supuesta “necesidad extractivista”, desconociendo lamentablemente los avances institucionales que han buscado armonizar el desarrollo y la sostenibilidad. Parecería que se busca priorizar la extracción de recursos naturales sobre la protección del medio ambiente, en medio de un contexto en el que el país enfrenta enormes desafíos ambientales y ha recibido, incluso, por vía de consulta popular, el mandato ciudadano de limitar la explotación de recursos naturales no renovables en ciertas áreas.
De igual manera, integrar el sistema de rehabilitación social al Ministerio del Interior muestra una apuesta aventurada por un modelo punitivista que privilegia el control y la represión por encima de la rehabilitación y la reintegración social de las personas privadas de libertad. Y si bien, el país atraviesa muchos problemas vinculados a los grupos de delincuencia organizada, esta medida no solo podría oponerse al precepto constitucional que establece que la finalidad principal del sistema penitenciario es la rehabilitación, sino que perversamente va a terminar invisibilizando los aspectos sociales, psicológicos y educativos indispensables en la construcción de una política penitenciaria moderna y humanista que prevenga y contenga varios de los conflictos y brotes que existen en torno a la delincuencia organizada. Asimismo, fusionar el Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos con el Ministerio de Gobierno concluye en un evidente debilitamiento institucional de las políticas de género y de derechos porque la transversalización de los derechos de las mujeres y de los grupos históricamente excluidos no puede garantizarse desde una institucionalidad subordinada a las funciones de control político y seguridad.
De manera que, rediseñar la arquitectura institucional del Estado ecuatoriano requiere mucho más que solo voluntad política y administrativa de ahorro y eficiencia. Se necesita claridad sobre el modelo de país que se quiere construir. Demanda el compromiso con los derechos constitucionales y con los sectores más vulnerables. Pues, el cambio de la arquitectura institucional de nuestra administración pública debe seguir indefectiblemente una ruta de transición ordenada, transparente y participativa. Quizá y por el apuro de la medida se terminan erosionando algunas capacidades del Estado, debilitando los servicios públicos o ahondando aún más la brecha entre los ciudadanos y las instituciones. Cuidado y en lugar de promocionar la modernización del modelo de gestión estatal, terminamos normalizando una peligrosa regresión.