Por: Gabriel S. Galán Melo
La democracia directa y sus herramientas constituyen, quizá, uno de los mayores avances en la configuración del estado constitucional de derechos y justicia; ya que, permiten que la ciudadanía, más allá de la sola representación parlamentaria, pueda pronunciarse sobre asuntos de relevancia e interés social y político. Sobre todo, en sociedades en las que la confianza en sus instituciones es manifiestamente frágil, las consultas populares plebiscitarias y los referéndums cumplen una función revitalizadora, acercando la voz del pueblo a la toma de decisiones, reforzando la legitimidad de los gobiernos y generando un cauce democrático a los grandes debates de trascendencia local o nacional.
Sin embargo, la implementación de estos mecanismos no está exenta de riesgos y temores. Si las preguntas -y sus anexos- objeto de consulta no están adecuadamente formulados o si la ciudadanía no cuenta oportunamente con información clara, verificada y suficiente sobre las consecuencias jurídicas, económicas y sociales de su decisión, la consulta popular podría convertirse en un ejercicio pobre y vacío o, peor aún, en una simple herramienta de manipulación política. Pues, la simplificación de cuestiones complejas en un “sí” o un “no” obviamente exige mayor transparencia por parte del estado y un mayor esfuerzo político-pedagógico responsable de los actores inmiscuidos en este proceso.
Ya que, cuando las preguntas se diseñan con ambigüedad, sesgo o intencionalidad política oculta el peligro es manifiesto; porque más allá de que la manipulación política inevitablemente erosionaría la confianza en estos mecanismos de democracia directa y que, en consecuencia, se terminaría debilitando paradójicamente la democracia que se busca supuestamente fortalecer, la falta de deliberación pública, el bombardeo indiscriminado de propaganda sesgada y/o la ausencia de información técnica nos empujaría hacia decisiones que lejos de reflejar la voluntad popular responderían más bien a emociones viscerales de momento o a narrativas construidas maliciosamente desde el poder. Por ello, el verdadero valor de las consultas populares no está únicamente en abrir las urnas, sino en garantizar que todo el proceso previo: de información, debate y transparencia, sea, en definitiva, robusto y suficiente.
Porque una ciudadanía bien informada ejerce su voto con libertad y responsabilidad, en tanto que, una ciudadanía desinformada solo podría ver en la democracia directa un espejismo que consolide inadecuadamente decisiones poco sostenibles o contrarias al interés colectivo. Por ello, y luego de haber atravesado a la fecha en nuestro país varias consultas populares consecutivas, ya deberíamos haber aprendido que las consultas populares, si bien son un pilar fundamental en la democracia participativa, requieren inevitablemente un diseño institucional serio con preguntas claras y una campaña de información imparcial, suficiente y plural. Solo así lograremos que la voz del pueblo sea efectivamente una expresión consciente de los ciudadanos y no un eco manipulado del gobierno de turno.