Por: Gabriel S. Galán Melo
Una constitución -contrario a la percepción actual de muchos- no es una varita mágica. Por sí sola no transforma ninguna realidad por dolorosa que esta sea y menos aún borra las desigualdades y las brechas sociales que arrastramos históricamente como nación. Una constitución más bien -desde un enfoque enteramente pragmático- es una brújula o un mapa de navegación que nos guía, colectivamente, a buen puerto… a aquel al que queremos llegar, fijando un cúmulo de reglas básicas o elementales de convivencia y un conjunto de valores esenciales como garantía de cohesión social. Pero, ciertamente, ninguna brújula o mapa sirve si el navegante no puede leerlo -menos aún comprenderlo- o si el rumbo que marca no se corresponde con el espíritu con el que fue creado.
Sin embargo, en nuestro país, en épocas de crisis, suele renacer con notable facilidad la idea de que una nueva constitución resolverá todo: la corrupción, la inseguridad y/o la pobreza. Por ello, ya hemos escrito a esta fecha 20 constituciones ecuatorianas. Pero no es más que un espejismo porque las normas constitucionales no reemplazan la voluntad política ni la ética pública y menos aún la responsabilidad ciudadana. Ningún texto -guste o no-, por más bien redactado que esté, puede suplir la ausencia generalizada del compromiso con el bien común o la falta de capacidad en las instituciones para hacer cumplir lo que allí, románticamente o con justa esperanza, se proclama.
La constitución, en su enfoque jurídico-político (no solamente político), es un pacto… aquel acuerdo general que define los fundamentos de nuestra convivencia, establece sustancialmente límites al poder, garantiza nuestros derechos y fija metas colectivas. Es decir, es el punto de partida de una comunidad política organizada, no la meta de llegada; de manera que, si bien debe articular un marco suficiente para diseñar políticas públicas coherentes, sistemas de justicia independientes y efectivos, y economías sostenibles, no los va crear por sí misma. Necesita, inevitablemente, del concierto de la ciudadanía y de sus representantes. Por eso, cuando se habla de redactar una nueva constitución o de reformar la vigente, el debate debería ir más allá de los textos: debería centrarse en la cultura -ojalá y lo suficientemente democrática- que irremediablemente sostiene dichos procesos.
Porque una constitución desconocida por los ciudadanos, inaplicada por los jueces e irrespetada por los políticos, no es más que un documento solemne e inerte, cuando, en realidad, la constitución debería importar, y mucho, porque nos recuerda quiénes somos y qué aspiramos ser, pero, obviamente no sustituye la acción, la educación ni la ética pública y, en consecuencia, no es el remedio a todos nuestros males, sino la ruta que nos invita a superarlos con responsabilidad y propósito común.
