Por Gabriel Galán Melo
Generalmente denominados democracia a aquel sistema de gobierno que concibe al pueblo como titular del poder, el cual lo ejerce directa o indirectamente mediante mecanismos legítimos de participación, como el voto. La Constitución de la República de 2008 caracteriza a nuestro Estado como “democrático” señalando que: “La soberanía radica en el pueblo, cuya voluntad es el fundamento de la autoridad, y se ejerce a través de los órganos del poder público y de las formas de participación directa previstas en la Constitución”. En cuyo caso, Ecuador debe ser concebido -se supone- como una organización política y social basada en principios fundamentales (derivados de la concepción democrática) como la libertad, la igualdad, la justicia y el respeto irrestricto por los derechos humanos.
En dicha organización, los ciudadanos tenemos derecho a participar en la toma de decisiones, sea directamente o a través de representantes elegidos; pues, el poder emana del pueblo y los gobernantes actúan legítimamente como representantes de la voluntad e interés general. Por ello, los elegimos mediante elecciones transparentes, competitivas y justas, articuladas a un marco normativo razonable y coercitivo, porque en un Estado democrático todos, incluso los gobernantes, estamos sujetos a aquel. Si no fuese así, no habría forma de garantizar la protección de los derechos y libertades fundamentales de todos los ciudadanos. De ahí que, dicho marco legal permita y garantice la existencia de diversas ideologías, partidos políticos y opiniones, a fin de fomentar el debate y la diversidad que coadyuven al equilibrio y a la adecuada restricción de los posibles excesos y abusos de los diferentes poderes del Estado.
En este contexto, los debates presidenciales constituyen un pilar fundamental de las democracias modernas; pues, tienden a consolidar la transparencia, el acceso a la información indispensable y la participación ciudadana en la elección de los gobernantes. Los debates permiten a los votantes, precisamente, conocer directamente las propuestas, ideas y posturas de los candidatos sobre temas cruciales para el país. Esto ayuda, en definitiva, a todos los ciudadanos a tomar decisiones informadas. Lamentablemente, hace ya mucho en nuestro país, hemos perdido la perspectiva de que los debates presidenciales fomentan un diálogo público abierto y plural que promueve la deliberación y el intercambio de ideas en un espacio visible para todos los ciudadanos, el cual nos permitiría evaluar la coherencia y viabilidad de las propuestas presentadas e identificar posibles inconsistencias o promesas poco o nada realistas.
El último debate que vimos y escuchamos, obviamente, está lejos de cumplir con su finalidad. Ciertamente, el número de candidatos, las limitaciones formativas y cognitivas de estos, la débil cultura política del ecuatoriano promedio y la escasa cantidad de recursos destinados a esta actividad impiden alcanzar un nivel respetable de diálogo público. Sin embargo, hay elementos sencillos que sí podrían corregirse. Por ejemplo, el método que se usa -impuesto por el Consejo Nacional Electoral- carece de sentido. Lo hecho no es un debate, a lo sumo: una exposición desarticulada de ideas en tiempos extremadamente reducidos que tienden a ridiculizar temas profundos, complejos e interesantes. En dicho espacio es imposible para el ciudadano establecer con claridad la posición ideológica de los candidatos respecto de asuntos relevantes para el país y menos aún, establecer los aciertos o desaciertos de las promesas que realizan. Parecería que a nadie importa que elijamos completamente ciegos de las opciones posibles. Luego, torpemente, nos cuestionamos por qué nos equivocamos tanto.