
Por: Gabriel S. Galán Melo
La elaboración de un texto constitucional no es, ni puede ser, un asunto menor. De ella depende la arquitectura jurídica, política y económica de un país entero. Una constitución no es simplemente un conjunto de artículos redactados para corregir supuestas incongruencias o responder a determinadas demandas coyunturales; es, en realidad, el proyecto estructural básico de convivencia de una nación. Por eso, su formulación exige rigor, conocimiento y visión de largo plazo. El debate sobre la posibilidad de redactar o reformar una constitución no debe abordarse desde el apasionamiento político ni desde la lógica simple y reduccionista de las encuestas o de las mayorías parlamentarias. Una carta fundamental no puede ser fruto de la improvisación ni del cálculo electoral, sino de la reflexión técnica y del compromiso ético de quienes comprenden la naturaleza del poder y sus límites. Redactar una constitución es diseñar el orden y el sentido del Estado y eso requiere más que solo buena voluntad: exige competencia jurídica, sensibilidad histórica y comprensión institucional.
El error más frecuente en los procesos de reforma contemporáneos ha sido, en varias ocasiones, reducir la ingeniería constitucional a un ejercicio de maquillaje normativo. Sin embargo, una constitución es un sistema, es decir, un entramado coherente en el que la constitución dogmática, la constitución orgánica y la constitución económica se entrelazan para sostener un proyecto de país. La constitución dogmática expresa los valores, los derechos y las garantías fundamentales que devienen de la dignidad del ser humano y protegen a todos los ciudadanos; la constitución orgánica determina la distribución del poder, el funcionamiento de las instituciones y los mecanismos de control entre los órganos del Estado; y, la constitución económica, finalmente, establece las reglas del juego que orientan la producción, la redistribución de la riqueza y la función social de la propiedad. Ninguna de estas dimensiones puede comprenderse de modo aislado, de manera que, alterar una afecta inevitablemente la estabilidad de las otras y del conjunto en sí mismo.

Por ello, todo intento de modificación constitucional requiere de una visión sistémica. No se trata de ajustar artículos dispersos, sino de preservar el equilibrio entre los principios, las instituciones y las políticas que sostienen la edificación constitucional. Una reforma que ignore esta articulación corre el riesgo de romper la coherencia interna del orden jurídico y debilitar bruscamente la legitimidad misma del Estado. Las constituciones no envejecen por el paso del tiempo, sino por la pérdida y ausencia de sentido en la comunidad política que regula. Reformarlas sin comprender su lógica interna es como intervenir un organismo vivo sin conocer su fisiología; es decir, puede parecer un acto aparente de renovación, pero también puede causar una hemorragia institucional irreparable.
Por eso, antes de reabrir el debate constituyente, el país necesita menos discursos y más reflexión; menos consignas y más conocimiento. La historia enseña que las naciones que improvisan sus constituciones terminan improvisando su destino. La verdadera madurez democrática consiste en reconocer que el texto fundamental de un Estado no se escribe para una generación en particular, sino para todas. Y en esta tarea, la prudencia, la técnica y la visión de conjunto no son opcionales, son el cimiento mismo de la república.


