miércoles, marzo 5, 2025
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Indolencia, indiferencia e inseguridad

Por: Gabriel S. Galán Melo

En esta ocasión, me tocó a mí. Días atrás, mientras mi vehículo estaba parqueado en una farmacia en la ciudad de Quito, en el sector norte, fui víctima de la delincuencia. Los amigos de los ajeno rompieron la ventana de mi auto y sustrajeron algunas pertenencias, entre ellas mi computador personal. Sí, aparentemente, “di papaya” y por ello fui protagonista de un episodio lamentable que tristemente es cotidiano en nuestra ciudad. Sin embargo, más allá del innegable problema de inseguridad que enfrentamos los quiteños, lo más desalentador de esta experiencia no fue el atraco en sí mismo, sino la profunda indolencia e indiferencia de todos quienes presenciaron o conocieron de primera mano dicho hecho.

Mientras los delincuentes vaciaban mi vehículo, hubo transeúntes que miraban lo ocurrido sin siquiera alertar, menos aun mostrando un ápice de solidaridad. Inclusive los guardias de seguridad cercanos (más de uno y algunos en custodia de una institución bancaria) permanecieron impávidos, limitándose a observar, casi con resignación, mientras ocurría el delito. Es más, al percatarme de lo ocurrido y solicitar ayuda, la respuesta generalizada fue un silencio incómodo o, en el mejor de los casos, alguna excusa evasiva sobre supuestos protocolos o limitaciones en sus funciones. Ciertamente, no esperaba un super héroe que me salvara, pero al menos alguien empático que me contara lo que había ocurrido. Quizá un grito oportuno hubiese disuadido el peligro. Pero no, parece que el miedo, la resignación o peor aún la quemimportancia pudo más.

Una de las cámaras de seguridad de la farmacia grabó todo lo acontecido. En mi desesperación pedí al personal del mostrador que me permitiesen ver el video. Buscaba, en medio del malestar, algún resquicio para recuperar supuestamente lo perdido. Me dijeron que para acceder tenía que llegar primero el encargado de seguridad. Pedí que lo llamasen. Luego de 10 minutos llegó un motorizado particular solo para indicarme que no puedo acceder al video sin requerimiento suscrito por un fiscal. Y ante mi vehemente ruego, sin que presente al menos una denuncia con anterioridad. No pude ver el video. A su vez, mi cónyuge llamó al 911. Reportamos la “emergencia”, se despachó un patrullero. Luego de quince minutos aproximadamente volvimos a llamar, porque la atención despachada no llegaba. Obviamente, consultamos el tiempo que tomaría el arribo de la ayuda, pero nos dijeron que es imposible establecer un tiempo y ante la evidente y natural reacción, que cualquiera hubiese tenido, de manifestar a la operadora que el tiempo es esencial en la atención de cualquier emergencia, simple y abruptamente nos colgó la llamada.

Foto: Imagen referencial.

Hartos de la indiferencia dejamos de insistir y esperamos. Me embriagó la impotencia: se había impuesto el canon de la burocracia y a nadie importaba la oportunidad, aunque fuese pequeña, de una reacción inmediata. Pasados algo más de treinta minutos, llegó un patrullero. El protocolo de acción fue muy simple: nos recordaron que la inseguridad campea, que lo sucedido es asunto de todos los días y que debemos cuidar de mejor manera nuestras pertenencias. Que denuncie el hecho y ya… En pocas: es culpa de la víctima que no se encierra en su casa a sabiendas que el país está tomado por la delincuencia.

Agradecí, no sabía por qué, pero agradecí. En medio de la confusión, quizá lo hice porque me sentí nuevamente aplastado por el sesgo burocrático y el letargo institucional que solo aúpan las conductas criminales en este país. Total, lo cortés no quita lo valiente. Y en medio de la frustración me vía abocado a reflexionar: si bien la inseguridad es un mal grave, la indiferencia social, la impavidez ciudadana y la rigidez burocrática son enfermedades aún más difíciles de erradicar.

Como sociedad estamos naturalizando la violencia, tolerando con peligrosa resignación el crimen y eludiendo cualquier compromiso solidario que pudiese marcar una diferencia. Urge un cambio cultural que vaya más allá de las políticas públicas o discursos oficiales. Necesitamos recuperar la empatía perdida, romper con la indiferencia que hoy acompaña los actos delictivos y exigir una respuesta eficaz y humana por parte de las autoridades y de cada uno de nosotros, los ciudadanos. De lo contrario, estamos condenados a vivir atrapados entre el temor al delito y la indiferencia generalizada.

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