
Por: Gabriel S. Galán Melo
Desde hace algún tiempo en Ecuador, todos los procesos electorales vienen tristemente acompañados del fantasma del fraude: un “invitado” indeseable, pero inevitablemente presente de la mano de los candidatos con resultados negativos. Lamentablemente, la política nacional está plagada de muchos malos perdedores. Desde el retorno a la democracia, el fraude electoral ha sido un tema que ha permanecido en mayor o menor grado en el imaginario colectivo. Pero, desde hace aproximadamente una década ha ganado cada vez más protagonismo en la misma medida en la que ha perdido seriedad. Y en este último lustro, el país ha sido testigo permanente de constantes acusaciones de fraude electoral, en su mayoría carentes de pruebas suficientes o contundentes; situación irracional que solo ha erosionado la ya resquebrajada confianza en el sistema electoral, debilitando, irremediablemente, nuestra democracia.
Por lo que, no debería preocuparnos solamente la reiteración constante de estas denuncias y su contenido -que indiscutiblemente asusta-, sino también su impacto: la deslegitimación de los comicios, el fomento del desencanto ciudadano y el riesgo en la promoción de crisis institucionales profundas. Pues, lo paradójico es que pese a la insistencia con la que algunos actores políticos han denunciado los supuestos fraudes, en ninguno de los procesos electorales recientes se ha podido comprobar fehacientemente su existencia. Y no busco se realice un juicio al margen del contexto político. Es inevitable que, por la naturaleza misma del proceso electoral, un presunto fraude en dicho contexto adolezca de prueba directa, pero deberían existir al menos, si la aseveración y duda fuesen ciertas, una cantidad considerable de indicios que inequívocamente nos permitan concluir con suficiencia la probabilidad real de que el fraude acusado haya ocurrido.

Sin embargo, se han realizado auditorías, se han abierto instancias de revisión, se han escudriñado los informes presentados por los observadores internacionales y, al final, los resultados de los procesos electorales han sido sencillamente ratificados dada la ausencia de evidencia suficiente sobre el cometimiento de alguna irregularidad determinada. Han existido, sí, algunas inconsistencias menores que han sido corregidas aparentemente en medio de los procesos de revisión. Pero, no se ha encontrado nada más que la incertidumbre provocada por la imposición de la narrativa infundada del fraude. Y esto, trae consigo un daño: cada vez que se impone la duda sin fundamentos sólidos sobre el proceso electoral y los resultados de los comicios, sencillamente se mina la credibilidad de las instituciones electorales y se polariza aún más a la sociedad. ¡El daño está hecho!
Al parecer hemos olvidado que, la democracia se sostiene, entre otros fundamentos y valores, en la voluntad popular expresada en las urnas y en la confianza en los procesos para determinar dicha voluntad unánime o mayoritaria. Cuando los candidatos siembran recurrentemente la idea de fraude sin pruebas suficientes, lo único que obtienen es el debilitamiento de la legitimidad de la propia democracia, lo cual no solo pone en riesgo la estabilidad política del país, sino que genera también la peligrosa sensación de indefensión en todos los ciudadanos, quienes terminamos creyendo que votar es inútil porque el sistema está “amarrado”. Por ello es fundamental que como sociedad exijamos responsabilidad a quienes lanzan acusaciones sin sustento, caso contrario, Ecuador corre el riesgo de normalizar la desconfianza en la democracia. Si no salimos de las sombras, estaremos condenados al fracaso.