Por: Gabriel S. Galán Melo

La posesión del presidente Daniel Noboa ha despertado en el país una sensación de aparente renovación. Su estilo, su edad y su narrativa han marcado -se supone- una considerable distancia con los estándares usuales del poder político tradicional. En su discurso, Noboa, con tono disruptivo, frontal y directo, habló de un “nuevo Ecuador” alejándose supuestamente de la vieja política: aquella que durante décadas gobernó valiéndose de la polarización y el clientelismo. De esa, que se caracterizó por sus exabruptos e ineficiencia. Obviamente, lo dicho es plausible. Sin embargo, la expectativa de cambio no se puede reducir solo al estilo o al discurso del gobernante de turno. La verdadera transformación debe medirse en hechos, no en palabras.
El nuevo Ecuador que anhelamos necesita superar el estado de excepción permanente en el que está sumido. Debe abandonar la situación tristemente normalizada de violencia creciente, economía precaria, desempleo crónico y desconfianza institucional. El reto no es menor. Gobernar con una minoría legislativa, sin un partido político consolidado y en un entorno hostil exige inexorablemente una preclara hoja de ruta diseñada con visión estratégica y coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Porque la novedad nunca radica en lo inesperado, lo indescifrable o en lo impredecible. Un estado, cualquiera que este sea, no puede ser gobernado con improvisación permanente ni detrás de la articulación de un enigma para desconcertar -se supone- a los adversarios. La transparencia del camino, la claridad de las prioridades y la previsión en la rendición de cuentas son condiciones básicas para la generación de confianza. El pueblo no tiene por qué adivinar a dónde vamos, sino conocer con certeza cómo llegaremos. La vieja política ciertamente está agotada, pero el país no puede sobrevivir con una política sin rumbo ni compromisos verificables. Me hubiese gustado mucho escuchar del presidente la descripción de ese camino: el camino a la eficiencia.

Porque la eficiencia estatal debe ser una de las primeras marcas del cambio. No puede haber nuevo Ecuador si persisten la tramitología absurda, la corrupción enquistada, la ineficacia en la atención ciudadana, la inseguridad jurídica y el abandono territorial. El estado debe ser una fuente de soluciones, no un obstáculo constante. El cambio comienza con la recuperación del control del territorio, la mejora de servicios públicos, la planificación responsable del gasto y la dignificación del servicio público. Pero también el nuevo Ecuador exige un cambio en las formas de relación política. Superar el odio, la persecución y la exclusión es indispensable. No se construye un nuevo país sobre las ruinas del resentimiento. La justicia debe reemplazar a la venganza y la política debe volver a ser el arte del acuerdo, no el campo del exterminio del adversario.
Un nuevo Ecuador solo será posible si todos sabemos cómo participar en él. Solo si se convoca al pueblo ecuatoriano a poner el hombro, no en beneficio de unos pocos, sino del bien común. Eso implica decisiones difíciles y sacrificios compartidos, pero también una narrativa que inspire, que una y que rinda cuentas. Daniel Noboa tiene la oportunidad histórica de inaugurar una nueva etapa en la política ecuatoriana. Pero esa etapa no empieza con un discurso renovado: comenzará cuando las palabras se vuelven políticas públicas, cuando la promesa se convierta en resultados, cuando el “nuevo Ecuador” deje de ser consigna y se convierta en una realidad concreta. Mucha suerte, señor presidente.