
Por: Gabriel S. Galán Melo
En un estado constitucional de derechos y justicia, la Corte Constitucional no es un mero tribunal que obstaculiza las decisiones del gobierno ni es una pieza decorativa del engranaje institucional. Es, en esencia, la guardiana final de la Constitución, el intérprete supremo de los derechos fundamentales y la instancia que marca los límites del poder político frente a los excesos, la arbitrariedad y la violación de los principios democráticos. Su existencia asegura que los compromisos escritos en el texto constitucional no queden en letra muerta. De manera que, el valor de la Corte se aprecia, precisamente, en su capacidad para ejercer control sobre los actos de los poderes públicos… en su capacidad para garantizar la vigencia efectiva de los derechos y … en su capacidad para velar por el respeto a la separación de funciones del estado. Donde la Corte Constitucional es fuerte, independiente y respetada, la democracia encuentra un cimiento sólido; pero, donde es debilitada, instrumentalizada o atacada, la estructura entera del estado sencillamente se tambalea.
Por ello, quienes buscan erosionar la autoridad, independencia o credibilidad de la Corte Constitucional se colocan, consciente o inconscientemente, en una posición hostil hacia la democracia misma. No se trata únicamente de un desacuerdo con sentencias puntuales; se trata de un embate contra la arquitectura que sostiene la seguridad jurídica e institucional en nuestro país. Los enemigos de la Corte son, en realidad, enemigos de la seguridad política, porque debilitar al máximo tribunal constitucional abre la puerta a la concentración del poder, a la manipulación de las reglas de juego y a la anulación de los contrapesos esenciales. Y la amenaza no es solo política. Sin un árbitro imparcial que haga cumplir la Constitución, se pone en riesgo la seguridad física de los ciudadanos. Un estado sin control constitucional efectivo es más vulnerable a medidas autoritarias, a persecuciones arbitrarias y a decisiones que, bajo pretexto de mantener el orden, sencillamente desmantelan las libertades. En este sentido, proteger a la Corte Constitucional es proteger la integridad y la vida misma de las personas frente a la tentación del abuso estatal o privado. Hacer lo contrario solo conllevaría a promover la inseguridad, la incertidumbre y la desesperanza.

Y el impacto del agravio alcanza también a la economía. La confianza económica depende, en gran medida, de la previsibilidad y estabilidad de las normas en nuestro país, así como de la certeza de que, si estas se vulneran, existirán órganos capaces de restablecer el derecho. Invertir en un país donde la Corte Constitucional es débil o rehén del poder político es apostar a un terreno movedizo, donde las reglas más elementales de inversión y de protección de la propiedad podrían verse fácil y coyunturalmente alteradas. Por ello, defender a la Corte Constitucional no es un asunto de juristas, es, en realidad, una causa ciudadana. Cada ataque injustificado contra su independencia es un golpe al corazón del estado de derechos y justicia.
Quien comprende esto entiende que protegerla es proteger nuestra democracia, nuestras libertades y nuestra estabilidad. Quien la combate -por puro encaprichamiento- se convierte, sin matices, en aliado de la arbitrariedad y del retroceso. Pues, el sometimiento de esta Corte al poder de turno no sería más que el aviso de un proceso irreversible de merma de los derechos fundamentales, de debilitamiento de la democracia y del colapso de la seguridad institucional… No sería más que la antesala de una nueva crisis política y económica profunda.