Por: Gabriel S. Galán Melo

Votar bien es un acto de valentía, de madurez cívica y de amor por Ecuador. En tiempos decisivos, la indiferencia es una cesión peligrosa. Solo la participación consciente del elector puede convertirse en una fuerza real de transformación positiva. En pocos días acudiremos nuevamente a las urnas y esta vez para decidir en segunda vuelta el rumbo definitivo -dado el contexto complejo de polarización- de nuestra débil e infantil democracia. Más allá de los posibles candidatos, los lemas de campaña o sus propuestas, en esta oportunidad deberíamos recordar -y hacer conciencia- que el voto no es un gesto o un comportamiento pasivo y menos aún una simple elección personal. Votar es un acto de responsabilidad cívica que trasciende, afecta y define el futuro de toda la comunidad.
En momentos clave como los actuales, la responsabilidad ciudadana en relación con el sufragio adquiere una nueva dimensión. El voto no es simplemente el ejercicio de un derecho sino la expresión concreta del compromiso del ciudadano con el presente y el futuro de la nación. Si bien la democracia no se agota en el sufragio, inevitablemente principia en aquel. Elegir conscientemente a quienes ocuparán el poder durante los próximos cuatro años implica asumir personalmente las consecuencias de nuestra decisión, especialmente en contextos tan complejos como los que atravesamos: crisis institucional, inseguridad y una profunda polarización. Por ello, no basta con acudir simplemente a las urnas, menos aún si se lo hace solo por obligación legal. Hoy más que nunca se necesita conciencia crítica, memoria histórica y, sobre todo, un compromiso real con el bien común más allá de cualquier interés o rencilla personal. Es indispensable que votemos bien.

En estos tiempos decisivos, en una segunda vuelta en la que las opciones son limitadas, el reto del elector es ciertamente grande: discernir con lucidez, distinguir lo urgente de lo “importante” y no dejarse arrastrar por el ruido de la propaganda, la desinformación y/o el desencanto. En un contexto así, no es aceptable optar por el “mal menor” como símbolo de resignación. Debemos escoger con madurez democrática… elegir con convicción a aquel/la que más allá de los ataques y desavenencias con el adversario o de las narrativas fatuas impuestas a través del miedo, proponga una alternativa razonable para el país del ahora. Porque no es momento de grandezas sino de certezas por minúsculas que estas parezcan.
Por ello, hoy, más que nunca, es necesario un voto informado, reflexivo y valiente. Un voto que no se deje comprar ni atemorizar. Un voto que recuerde que la democracia no sobrevive sin ciudadanos dispuestos a asumir su rol con responsabilidad, aun cuando las opciones no sean ideales. Porque la historia no juzga solo a los que gobiernan sino también a quienes eligen tal o cual gobierno y a los que dejaron, asimismo, que otros eligiesen por ellos. Y es que, el sufragio guiado por emociones pasajeras puede resultar tan o más dañino que una mala gestión pública. En definitiva, nuestro país necesita, en estos días, ciudadanos que entiendan que sus decisiones en las urnas repercuten más allá de un simple periodo electoral y que deben exigir claridad, coherencia y compromiso al candidato de su preferencia -aun entre opciones no ideales- sin dejarse seducir por discursos vacíos o promesas que ignoran la realidad nacional.