Pablo Salgado J.
Periodista y escritor.
La de este año, es una navidad particular. Una navidad única. Una navidad sin abrazos y, en muchos hogares, sin cenas de noche buena. Siempre, la navidad fue una fecha en la cual se presumen las diferencias; mientras unos lo tienen todo, otros apenas un bocado. Hoy, esas diferencias se han ahondado. La precariedad se ha instalado en un gran número de hogares y no están para celebrar fiestas. Apenas si compartir la alegría de encontrarse en familia. Aunque, con el confinamiento, ni siquiera eso. Muchos hemos debido pasar lejos de quienes amamos y añoramos.
Hoy, en Ecuador y en el mundo, tenemos poco que celebrar. El dolor y el sufrimiento habita en los hogares. El mundo se encuentra de nuevo confinado, una mutación del virus obligó a adoptar otra vez medidas restrictivas. Millones de personas contagiadas, hospitalizadas, y lo peor, 1 millón 800 mil muertes. Cifras escalofriantes.
En el caso de Ecuador, presumiblemente, de acuerdo a los datos del registro civil, mas de 40 mil, aunque los datos oficiales nos dicen 14 mil. Y además, pérdidas millonarias, miles de personas en el desempleo, negocios cerrados, empresas quebradas. Y, por si fuera poco, un gobierno indolente al que nunca le interesó proteger a los sectores más vulnerables. Un gobierno que, en plena pandemia, priorizó pagar a los especuladores financieros, y no garantizar los sistemas de salud pública. Un gobierno que prefirió aceptar las imposiciones del FMI y despedir a médicos, sanitarios, maestros, y más servidores públicos. Un gobierno que se dedicó a entregar lo más preciado y necesario, los hospitales, a políticos inescrupulosos a cambio de votos y favores. Un gobierno que se dedicó a desmantelar los servicios y las empresas públicas, a flexibilizar las leyes laborales que restan ingresos y derechos a los trabajadores.
Nunca como hoy, el sector cultural vive una enorme precariedad. Artistas y creadores que deben dedicarse a otras actividades para subsistir. Apenas si algunas presentaciones por el mes de diciembre, en Quito, para unos pocos artistas y grupos, escogidos a dedo, que mitigan en algo su difícil situación. La mayoría la pasa mal, junto a sus familias, ante la indolencia del Ministerio de Cultura y patrimonio, que prefiere dedicarse a desmantelar y chatarizar los bienes del Sistema ferroviario nacional.
Al inicio de la pandemia cuando el confinamiento nos tomó por sorpresa y, de pronto, nos vimos todos recluidos en nuestros hogares, con teletrabajo y conectados a través de ventanitas virtuales, y el mundo exterior se convirtió en un enorme planeta vacío y silencioso, todos dijimos que esta experiencia nos servirá para ser mejores. Que del encierro saldríamos mas humanos, mas solidarios, mas consientes con el planeta. Pero no, sucedió todo lo contrario; salimos mas egoístas, mas desconsiderados, mas individualistas. Poco nos importa la precariedad de los demás. Intentamos normalizar la pobreza y la inequidad. Y nos volvemos indiferentes frente a los niños que han debido abandonar la escuela y dedicarse a trabajar porque sus padres perdieron sus empleos. Y las cifras crecientes de suicidios y femicidios poco nos importan. Apenas si unos pocos entendieron la necesidad de juntarse, de generar proyectos colaborativos y colectivos. De caminar juntos para cuidarnos y sanar. De restablecer los modos cercanos de relacionarnos; de generar una nueva forma, circular, de entender la economía cotidiana.
Y esto es, precisamente, lo que se supone predicaba Jesús, aquel niño de Nazaret, aunque siempre nos dijeron que nació en Belén. Y que nació un 24 de diciembre, aunque no exista una sola evidencia de ello en los evangelios. Lo cual no importa. Se trata de que se cumpla la profecía, según la cual el Mesías debería ser de la estirpe de David que había nacido en Belén. Pero aquel Jesús fue condenado y crucificado justamente por desafiar a los poderes de los fariseos, aquellos que hicieron de las monedas de oro su modo de vida. De ahí que el nacimiento de Jesús, con los años, cuando los Romanos adoptaron la celebración pagana, del 24 de diciembre, se convirtió en la Navidad de los regalos, de presumir las monedas de oro, cuantas más tengas, mejor.
Por eso, este año -y los otros- la celebración de la Navidad resulta no solo contradictoria sino falsa, que trata de envolver -en papel regalo- nuestra hipocresía. ¿Cómo podemos celebrar una fiesta cuando nuestros hermanos están en la desocupación y la pobreza? ¿Cómo podemos presumir de compras, regalos y cenas cuando un gran número de nuestros hermanos no tienen ni para un bocado para sus niños?
Este año, nos dijeron, no habrá reuniones masivas, ni cenas pantagruélicas, ni fiestas hasta el amanecer. No, solo pequeñas reuniones de máximo diez personas, ley seca y toque de queda, para evitar contagios. Pero vemos los centros comerciales repletos y sin distanciamiento, convertidos en modernos pesebres poblados de Papá Noel que incitan al consumo desmesurado. Centros comerciales que nos recuerdan a aquellos mercaderes que el mismo Jesús sacó a látigo del templo. En cambio, en los mercados populares, la policía los reprime y ejercen la máxima autoridad en contra de los vendedores informales que solo anhelan juntar un poco de pan dulce para comer al menos una vez al día.
Así, en la navidad de este 2020, ya solo nos quedan los villancicos para al menos no dejar de cantar y, sobre todo, no perder la fe ni la esperanza por días mejores; con paz y bienestar para todos. (O)