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El turbante, símbolo tangible de la resistencia y la identidad

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Alba Espinoza Rodríguez* (Mujer afroquiteña, activista por los derechos de la mujer y de la afrodescendencia, feminista antirracista y decolonial)

Tras la reciente obtención de dos medallas (oro y plata) y un diploma olímpico, en Tokio 2021, por parte de las mujeres deportistas afroecuatorianas Neisi Dajomes, Tamara Salazar y Angie Palacios, se generó nuevamente en el país, una hipervisibilización de la afrodescendencia, y el boom novelero del turbante, gracias a que las mencionadas campeonas portaron en sus cabelleras, durante su participación deportiva, este símbolo de la identidad y resistencia de los pueblos afrodescendientes.  

Pese a la mediatización y viralización de este símbolo ancestral, se dio una nueva forma de negación e invisibilización, pues en medios de comunicación y en redes sociales se refirieron al mismo como ‘cintillo’, ‘lazo’, ‘pañoleta’, ‘adorno’, le redujeron a un mero accesorio de moda, incurriendo además en lo que se denomina apropiación cultural; pocos se han preguntado qué es y lo qué significa, para la negritud, un turbante en realidad.

Valga la oportunidad que nos brindan (a las mujeres negras, afroecuatorianas y afrodescendientes) esta exposición mediática momentánea, sin duda con el pasar de los días se irá diluyendo, para que desde los medios de comunicación se hable de estos temas que pueden parecer superficiales, pero que para nosotras, descendientes de la africanidad, nietas de mujeres y hombres esclavizados, tiene una singular importancia, pues nuestro cuerpo, nuestros cabellos, nuestros símbolos ancestrales nos permiten generar reflexiones y debates respecto del racismo, el empoderamiento y la identidad.

Ya sea afro, rizado, trenzado o con el uso de turbantes, la apariencia del cabello natural africano y su simbología, siempre ha sido cuestionada y hasta rechazada por parte de un orden social cuya hegemonía se basa en una supuesta superioridad étnico-cultural, donde en la cúspide están las referencias blanco europeas de belleza y en su base, lo antónimo, la negritud…

El turbante, ese es su nombre, al igual que el uso de nuestro cabello natural, para las mujeres afrodescendientes son símbolo de resistencia, porque por siglos ha servido como una forma sutil de blanqueamiento y negación. Para las agrupaciones sociales y civilizaciones que existían en la África Subsahariana, históricamente negadas desde la época de la colonización americana y la esclavización africana, cada manifestación capilar, incluido el uso del turbante, representaba el estatus social, religión, edad, diferenciación entre tribus, jerarquía, incluso el estado civil. Estas formas no verbales de comunicación aún persisten, no solo en África, sino en otros países y culturas donde la diáspora se asentó, entre ellos el Ecuador.

Muchas de las mujeres negras que fueron arrancadas de la madre África y esclavizadas en las colonias americanas, no se sometieron; se organizaron y buscaron la libertad a riesgo de perder la vida en el intento. El cabello y los turbantes de esas mujeres rebeldes fueron de vital importancia en su lucha así como lo describe Eduardo Galeano en su cuento “Paramaribo: ellas llevan su vida en el pelo”:

“Antes de escapar, las esclavas roban granos de arroz y de maíz, pepitas de trigo, frijoles y semillas de calabaza. Sus enormes cabelleras hacen de graneros. Cuando llegan a los refugios abiertos en la jungla, las mujeres sacuden sus cabezas y fecundan, así, la tierra libre”. Así lograron subsistir, cimarronear, cultivar los palenques y abrir el camino hacia la libertad.

Ahora, para las mujeres negras, afrodescendientes y de la diáspora, el turbante es símbolo tangible de identidad, de una lucha permanente, de una postura política y de una cosmovisión, es una forma de gritarle al mundo que existimos, que pensamos, que sentimos, que nos reconocemos mujeres descendientes de la africanidad. El uso del turbante, de las trenzas, del cabello afro natural es una respuesta simbólica antirracista, desde la dignidad, visibilizando, reivindicando y empoderando a la mujer negra, reconociendo la existencia y legitimidad de otras formas de belleza  e independizándonos de los esquemas tradicionales excluyentes.

Asumirnos mujeres negras es una ruptura contra el sistema que se alimenta del racismo, el machismo y el sexismo; en este sentido, el turbante es un contradiscurso a lo que por siglos se legitimó respecto de la negritud, a esa negación sistemática, a la hipersexualización y cosificación de nuestros cuerpos, a la deshumanización (durante la esclavización, por siglos la Iglesia aseguró que las y los negros éramos poco menos que humanos, carecíamos de alma y estábamos a la par de los animales de carga), a ese racismo tan vigente y tan dañino que busca callarnos, someternos y aniquilarnos.

Cuando vivimos experiencias excluyentes por parte del Estado, cuando se nos niega o condiciona el uso de símbolos propios de nuestra identidad étnico-cultural, se nos rechaza por nuestra herencia africana, ese es el racismo estructural.

Recuerdo cuando en 2013 pretendí renovar mi documento de identidad usando un vistoso turbante rojo, la negativa por parte de la Dirección General de Registro Civil a aquello materializó ese racismo, esa negación y vulneró sin más mi derecho constitucional, aduciendo que yo era quiteña de nacimiento, cuestionando mi origen étnico por no haber nacido en territorio ancestral afroecuatoriano (Esmeraldas o Valle del Chota) y limitándome así el pleno goce de mis garantías constitucionales, de mi autorreconocimiento y afirmación.

En 2019 nuevamente el aparataje estatal incurrió en la misma práctica, esta vez fue mi mamá quien impotente debió retirarse el turbante para ser fotografiada en su documento de identidad, entonces ella tenía 64 años, toda una vida de exclusión sobre sus hombros. Es solo que en esta ocasión mi reclamo sí hizo eco. El mismo día, tras escribir la experiencia en Twitter, recibí una llamada por parte del Registro Civil, se disculparon por el ‘incidente’ y para reparar la vulneración enviaron, al siguiente día, una brigada para cedular a mi mamá con su turbante.

Si bien sentí satisfacción por la reivindicación, no deja de doler, de indignar, el saberte ciudadana de último orden en un país cuya Constitución establece y garantiza el respeto a la diversidad étnica, mientras en la práctica sucede todo lo contrario, persisten esas prácticas violentas de ocultamiento y negación. Ojalá que esta vez persista el discurso de identidad y unidad nacional, ojalá cuando pase este boom olímpico y ‘turbantero’ nos quede el respeto hacia el otro (el indígena, el campesino, el rural, el afrodescendiente, las mujeres, los deportistas, las y los ecuatorianos).