martes, agosto 26, 2025
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Cigarrillo de contrabando: el humo que cruza fronteras y conciencias

Agentes de Policía Nacional, durante operativos de control fronterizo. Fotos y Videos: Gabriela Castillo

En Quito hay esquinas que no aparecen en ninguna guía turística, pero tienen una clientela fija. En una de ellas, una adolescente colombiana ofrece cigarrillos ilegales como quien reparte estampitas en una procesión. “Los mismos chapas nos compran, son buenos clientes”, me dice con una sonrisa que ni la sombra de la ilegalidad le borra. Es lunes por la mañana y el negocio ya está encendido; aquí no hay horario de oficina, solo el ritmo que marca la adicción.

El contrabando de cigarrillos en Ecuador no es una travesura de barrio. Es una maquinaria que combina rutas internacionales, falsificación de documentos, corrupción y una economía paralela que hace toser al Estado. En la última década, el consumo de cigarrillos ilegales aumentó un 80%. La mayoría llega desde Asia, Colombia y Paraguay, y una vez aquí, el humo se esparce más rápido que la ley.

La contabilidad del humo

Cada cajetilla ilegal significa que el Estado deja de recibir más de tres dólares por el Impuesto a los Consumos Especiales. Entre 2015 y 2023, la pérdida acumulada superó los 2.000 millones de dólares. Una cantidad suficiente para asfaltar carreteras olvidadas o financiar campañas de salud pública contra el tabaco… legal, claro está.

Pero en este comercio, el balance no solo se mide en números. Según expertos como el colombiano Juan Buitrago, el contrabando de cigarrillos es la modalidad preferida para blanquear dinero del narcotráfico. Un negocio que, a diferencia de otros, no necesita túneles ni claves secretas: basta con una caja, un puerto y un funcionario que mire hacia otro lado.

Los cigarrillos ilegales, al igual que los perfumes falsificados o los relojes de imitación, tienen una estética propia: empaques brillantes, nombres exóticos, logotipos que imitan a marcas famosas. Los compradores los miran como quien descubre una joya en una venta de garaje, sin preguntarse si brilla por oro o por pintura.

Puertos, pasos y pretextos

Siete de cada diez cigarrillos ilegales llegan en contenedores que atracan en Guayaquil, Manta o Esmeraldas. El resto cruza por pasos irregulares en las fronteras norte y sur, a lomos de mulas, motocicletas o camiones con documentos que proclaman transportar desde “minerales exóticos” hasta “mercancías varias”.

Agente de Policía explica la modalidad de operaciones en la frontera ecuatoriana.

En 2018, el operativo “Puerto Azul” detectó tres millones de cigarrillos camuflados bajo la etiqueta de esteatita natural, una roca tan inofensiva que parecía imposible que escondiera un delito. Sin embargo, las sorpresas no abundan: en 2020 solo se incautó el 2% del tabaco ilegal que ingresó al país.

La tecnología tampoco es la salvación. Los escáneres entregados por Estados Unidos a la aduana ecuatoriana sirven para muchas cosas, menos para diferenciar cigarrillos de paquetes de galletas. La solución: abrir los contenedores, algo que no siempre sucede, sobre todo si antes ha habido un apretón de manos con sobre incluido.

Hormigas con maleta y bandas con territorio

En Carchi, los cigarrillos cruzan por trochas como si fueran cartas de amor en tiempos de guerra. Se dividen en paquetes pequeños y se guardan en bodegas improvisadas, con la colaboración de familias que han hecho del contrabando un ingreso estable. Cuando la policía intenta frenar un cargamento, los pobladores salen con palos y piedras para defenderlo. En abril pasado, hasta incendiaron una camioneta oficial.

Instante en el que un contrabandista trata de cruzar el cigarrillo, a través de paso del fronterizo.

En las ciudades, el negocio escala. Los mayoristas descargan en bodegas discretas y de allí el tabaco se reparte a mercados populares como El Tejar, en Quito, o La Bahía, en Guayaquil. Los agentes de inteligencia aseguran que la cadena está siempre en marcha, y que las mismas manos que manejan el narcotráfico, las armas o la extorsión también sostienen este comercio que parece más fácil de vender que de erradicar.

Algunos distribuidores incluso manejan sus rutas con la precisión de un repartidor de mensajería: primero las tiendas de confianza, luego los vendedores callejeros y, por último, las entregas personalizadas a clientes que prefieren no mezclarse con la multitud.

Tiendas, calle y resignación

El 81% de los consumidores opta por cigarrillos ilegales por el precio. Siete de cada diez los compran en tiendas de barrio, donde los vendedores rara vez se detienen a pensar que están cometiendo un delito. “Si vendo los otros, no gano nada”, dice un tendero quiteño, sin que la palabra ilegal le cause rubor.

Los operativos municipales y nacionales son abundantes, pero el humo no se dispersa. En Quito, la Agencia Metropolitana de Control decomisó 236 mil unidades en apenas tres meses, sin que ello alterara la oferta. En Guayaquil, se hicieron más de 44 mil operativos en ocho meses. El resultado es como intentar apagar un incendio con un vaso de agua.

Autoridades sanitarias verifican y clasifican el cigarro de contrabando para su posterior procesamiento. Foto: Arcsa

La violencia contra los inspectores es habitual. Pablo Villegas, profesor de Derecho Aduanero, cree que el problema es cultural: “Mucha gente no ve esto como un delito, y cuando no lo ves, lo defiendes”. Esa defensa a veces se traduce en empujones, insultos y amenazas que ahuyentan a los pocos que intentan aplicar la norma.

Mientras tanto, en las calles, los vendedores han aprendido a mimetizarse con el paisaje urbano. Algunos caminan con cajas disimuladas en mochilas; otros, con un cartón recortado que esconde las cajetillas bajo una tapa improvisada. La transacción dura segundos, pero el humo dura mucho más.

Un negocio que se fuma el país

Los Choneros, Lagartos y Tiguerones, entre otros grupos, han sumado el contrabando de cigarrillos a su menú de actividades. El producto se mueve rápido, deja buenas ganancias y es menos arriesgado que otras mercancías ilícitas. La disputa territorial, sobre todo en Guayaquil, ya no es solo por drogas: el tabaco ilegal también vale una guerra.

Operativo de control, efectuado por las autoridades.

En este negocio, cada paquete vendido en una esquina es un eslabón en una cadena que empieza en un puerto lejano y termina en un pulmón local. La transacción final es breve: unas monedas, un paquete, una bocanada. El humo se eleva, indiferente, como si supiera que ni las fronteras ni las leyes pueden detenerlo.

Y quizá, en este país, lo más grave no sea que los cigarrillos crucen de contrabando, sino que lo hagan también la conciencia y la costumbre. El humo, como el delito, ya no es algo que se oculta: es parte del paisaje. Un paisaje que, si se mira bien, siempre tiene un vendedor en la esquina, un cliente con prisa y un Estado que parece mirar hacia otro lado.

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