
Por: Gabriel S. Galán Melo
Nuevamente estamos frente al dilema de elegir al fiscal general de la nación. Y esta no es una decisión meramente administrativa, es una de las designaciones institucionales más importantes en el entramado democrático de nuestro país, pues, sobre aquel que sea designado recaerá la responsabilidad de ejercer -con liderazgo- la acción penal pública, combatir la corrupción lamentablemente enraizada en nuestra patria y defender con valentía a la sociedad frente a las más graves formas de criminalidad. Por ello, la designación no puede ni debe responder a intereses partidistas ni a cálculos coyunturales. En un país fuertemente golpeado por la violencia organizada y en medio de la ingente desconfianza ciudadana en la justicia, el perfil del nuevo fiscal debe ser mucho más que técnico. Debe ser ético, humano y profundamente comprometido con la democracia.
El conocimiento del derecho penal, procesal y constitucional es, sin lugar a dudas, un requisito indispensable. Quien aspire al cargo debe dominar el funcionamiento del sistema penal acusatorio, comprender la complejidad del crimen organizado y estar preparado para actuar con independencia frente a posibles presiones políticas, mediáticas y/o económicas. Pero esto no basta. El conocimiento sin integridad se vuelve altamente peligroso. Por ello, el nuevo fiscal general debe ser una persona con una trayectoria ética intachable, que haya demostrado coherencia entre lo que piensa, dice y hace. Debe estar libre de vínculos con estructuras del poder que puedan comprometer su imparcialidad y su vida personal y profesional debe estar completamente alejada de los escándalos y de los conflictos de interés. Porque el país no necesita un operador político con toga, sino un servidor público con principios.

Además, quien aspire al cargo debe poseer habilidades blandas sólidas, cada vez más necesarias para el ejercicio legítimo del poder y para la toma de decisiones en espacios institucionales complejos. La capacidad de comunicarse con claridad y transparencia, de dialogar con otros poderes del Estado sin someterse, de construir equipos multidisciplinarios, de tomar decisiones difíciles y de enfrentar la crítica con apertura, son cualidades asimismo indispensables, ya que, la Fiscalía, como institución pública de justicia, requiere de permanente articulación con la sociedad civil, la academia, los medios de comunicación y los organismos internacionales para fortalecer la lucha contra la impunidad y el crimen.
Urge, asimismo, que el próximo fiscal general tenga visión estratégica y sensibilidad social. Su labor no trata únicamente de perseguir delitos, sino de entender las causas estructurales de la violencia y el impacto diferenciado -en el contexto complejo actual- del delito respecto de las personas en situación de vulnerabilidad como mujeres, niños y niñas, pueblos indígenas, entre otros. La política criminal no puede seguir siendo reactiva y vertical. Se necesita una Fiscalía que investigue con enfoque de derechos, que incorpore herramientas de análisis de contexto y que actúe con un enfoque preventivo y restaurativo.
En definitiva, es menester ciudadano designar un fiscal para la justicia que genere confianza y trabaje en beneficio de todos. Por ello, el Consejo de Participación Ciudadana debe actuar con transparencia, responsabilidad y altura. El país exige un fiscal que no se arrodille ante los corruptos o criminales ni se distraiga en ambiciones personales, sino que encarne -con humildad y firmeza- el principio de que la justicia no es venganza, sino una garantía de libertad y de dignidad para todos.