Por Pablo Salgado J.*(Periodista y Escritor)
El Ecuador se sorprendió, y alegró, cuando en 1995, Marcelo Aguirre ganó el codiciado Premio MARCO que se otorgaba en Monterrey, México, y que concedía un premio metálico de 500 mil dólares. Se sorprendió porque no es común que un artista ecuatoriano gane un premio importante en artes. De hecho, Aguirre -desde entonces- sigue siendo el único.
Su obra premiada -El Transeúnte- nos sigue conmoviendo. Ese es el poder del arte. Y no solo eso, sino que, en estos malos tiempos, sigue muy vigente; un retrato del poder que todo lo corrompe. Un poder político que engulle y lástima. El premio fue sorpresa para muchos, pero desconcierto para Marcelo, tal como él mismo lo explicó al crítico mexicano Luis Carlos Emerich: “Se me infló el ego. Me entró una sensación de estar perdido. Un premio tan fuerte, te desorienta. Te hace perder tu medida. Caes en tu propia vanidad. Te subes a las nubes y cuesta mucho aterrizar. Honestamente: el premio MARCO fue un remezón fuerte. La cuestión creativa nada tiene que ver con un premio. La creación se da cuando hay fluidez, espontaneidad, y uno se sincera consigo mismo.”
Recordé el premio porque hace unos días visité el taller de Marcelo Aguirre (Quito, 1956) y me encontré precisamente con una obra espontánea, natural, y que fluye. Una obra que surgió del asombro y la alegría. Y asombroso fue también encontrarme con Marcelo. No lo había visto desde que, hace más de dos años, se marchó a residir en Francia. Es más, la última vez que lo ví estaba barbado y muy decaído. Hoy está recuperado y superando sus dolencias de salud; “papelito,” como dicen los amigos.
Esta exposición, en su taller personal, no estaba planificada. Ni siquiera pintar o dibujar. Solo tenía previsto visitar a la familia, a los amigos y, si la pandemia lo permitía, salir a pasear. Sin embargo, todo cambió cuando visitó el Mariposario de Mindo, en el noroccidente de Pichincha. Al mirar la belleza que implica el proceso de transformación de una mariposa, se quedó absorto y fascinado. Y así, de modo natural, se activó la creatividad y los deseos de pintar. Y lo hizo.
Son doce obras, de distinto formato, en las que también se visualiza un proceso de tranformación. Líneas apenas dibujadas y manchas tenues, casi transparentes, cual crisálida que, poco a poco, se convierten en alas, en mariposas ultramarines, naranjas, magentas.
Las mariposas de Aguirre, dice Pablo Jiménez, convocan a un diálogo entre la precariedad y ligereza del ser, y su reivindicación profunda con Alegría y Asombro…Nos remiten a símbolos inequívocos de un renacer, a la transformación natural y épica, en busca de mayor libertad, sintetizan con gestos de maestría que lo natural, convencional y cotidiano, tiene también en si lo extraño, extraordinario y trascendente.
Como a todos, a Marcelo también le afectó el confinamiento. “La diferencia, nos dijo Marcelo apenas saludamos, es que en Francia el estado te protege y te cuida. En Ecuador no.” Marcelo está radicado en Montpellier, una ciudad junto al Mediterráneo, que es la tierra de su madre y sus abuelos. Y en esa ciudad cumple un tratamiento médico, “es muy caro, pero que lo cubre el sistema de salud francés.” Marcelo, en Montpellier, disfruta del anonimato y, en compañía de su hijo Nicolás, visita los museos y los centros de arte contemporáneo. Vive sin la presión de tener que pintar o exponer o vender. O, lo que es peor, sin el stress de cumplir contratos con galerías o marchantes. Por ello está en “modo pausa” en su quehacer artístico, solo interrumpido por una exposición de dibujos que realizó hace poco mas de un año en la Galería N24 de Quito, “Viaje de los mil días,” una visión introspectiva de un viaje con ayahuasca, como un homenaje a los shamanes que aún conservan la sabiduría ancestral.
Esa pausa creativa terminó abruptamente cuando Marcelo visitó el mariposario en Mindo. Ese fue el detonante que provocó que, a su retorno a Quito, de inmediato empezara a crear, y recrear, esa asombrosa transformación que significa el nacimiento de una mariposa. “Surgió desde la intuición, de ahí que acudí a una técnica de los psicólogos, la de Hermann Rorschad, que permite doblar una hoja y reproducir esa simetría que produce la casualidad”. Marcelo seguía seducido por el asombro que provoca el desdoblamiento, y a partir de ello retocar, con suaves líneas o con manchas hasta configurar cada obra. Los colores fueron los marines, “es un color que me persigue, por su intensidad,” nos dice. Y también el naranja y el magenta. Pero no solo eso, sino que acudió a pigmentos y a un aglutinante natural, que le permite obtener un acabado mucho mas fino y sutil que el que se logra con el acrílico. Cuadros de mediano formato, aunque hay uno muy particular instalado en un fondo dorado: “las crisálidas son verdes y otras de un oro como aretes preciosos. Por ello, fondee la pared para realzar, con brillo y luminosidad, el ultramarina; y me funcionó muy bien.”
En su breve estadía en Quito, Marcelo percibió la enorme precariedad que afecta a los artistas en el país. De ahí que no podíamos dejar de preguntarle cómo encontró la ciudad que ha crecido tanto, y de manera tan desordenada: “Quito es de contrastes, ambientales, sociales y políticos, muy fuertes. Veo un Quito muy polarizado y me parece que cuesta sentarse y dialogar.”
El confinamiento, provocado por la pandemia, nos ha mostrado la gran fragilidad del ser humano. Y también, agrega Marcelo, la fragilidad como sociedad y la necesidad de proteger los sistemas de salud públicos. Sin embargo, somos insensatos y desde la política terminamos haciendo lo contrario. Por lo pronto, Marcelo retorna al Mediterráneo con la vena encendida, con la creatividad despierta y lista para seguir pintando y, sobre todo, viviendo.
Al final, al despedirnos, nos deja un reto: “A los ecuatorianos nos cuesta sentarnos a conversar sobre lo que quiere el país y hacia donde quiere ir. Debemos estar abiertos a sentarnos frente al adversario, y así llegar a grandes acuerdos.”
Ojalá así sea, le digo. Y sigo contemplando las mariposas de Aguirre que nos devuelven a esa extraordinaria belleza que nos entrega cada día la naturaleza y que, por nuestra maldita rutina, ya ni siquiera la contemplamos. Es más, parece que ya ni nos asombra. Ni nos alegra.