He pasado toda la semana discutiendo y jugando con mi hija. Su afición por los cortes de cerdo y res al sartén, adheridos a un delicioso hueso, es su momento favorito y personal al momento de comer.
Yo, que me dedico a la gastronomía como profesión, siento la necesidad de “enrumbar” a mi hija en el buen comer, la mesa y modales casi impecables, hasta que recuerdo las palabras de Pilar Egüez (antropóloga): “nuestro problema es que comemos con culpa, no disfrutamos lo que comemos”.
Desde la psicología, comer y sentirse mal obedece a la relación de alimentación y el estado de ánimo de la persona, esto se refleja en si cocinamos nuestros propios platos o si es aquello que hemos elegido en cantidad, colores y otros. Cuanto más compleja es la técnica culinaria empleada o mayor la prolijidad en el servicio, el sentimiento de la persona será mas elevado.
Por otro lado, según la antropología, comer con culpa obedece a una construcción social en cuanto a la influencia de la industria alimenticia en dictaminarnos que es lo que debemos comer, cuándo, dónde y qué alimentos. Al mismo tiempo, hay un continuo divorcio de nuestra cultura con la mesa por la estandarización de lo que se considera gastronomía occidentalizada, esto no solo se refleja en nuestro carrito de compras del supermercado sino también en nuestras costumbres diarias, nuestra vajilla e incluso el lenguaje y las relaciones sociales alrededor de la comida.
La nutriología también alza la mano y habla de la culpa al comer como un trastorno alimenticio relacionado con la bulimia, la anorexia y el comer excesivamente.
Para redactar este documento consulté todas estas fuentes que llevaban al mismo lugar, cada día todos comemos con cada vez menos placer y disfrute.
“Ahicito no más”, “comes como alquilado”, “eso esta guardado”, “te va a hacer mal”, “usa bien los cubiertos”, “pide otra cosa”, varias de las cientos de frases que usamos a diario para condenar este momento que debería se un acto personal de felicidad.
Pilar Egüez relata como en sus investigaciones se enteró que en Esmeraldas muchos médicos impusieron la creencia de que el coco y sus derivados era la causa de altos niveles de diabetes y problemas de salud, ocasionando una ruptura en su identidad y cultura culinaria, provocando que la gente consuma , como si fuese algo ilegal, algo tan ancestral y propio.
Comer ese pan dulce que recuerda a la niñez, ese helado casero de la tienda de la esquina, chupar una pata de cangrejo, agarrar una presa de gallina, poner un extra queso al choclo y chupar ese huesito, debe ser parte de regresar a “disfrutar la alimentación”, sentirse bien con uno mismo y que el comer se convierta un diálogo personal.
Cocinemos y comamos aquello que nos hace felices, alimentemos el cuerpo pero también el alma.