Por: Gabriel S. Galán Melo
Parece que, poco a poco, estamos superando los bemoles de la pandemia y del encierro impuesto que aquella supuso. No obstante, el virus del Covid-19 nos mostró mucho sobre el ser humano, la sociedad y el mundo tal como lo conocemos… Nos mostró el valor de la vida y la salud, la importancia de la familia, de los amigos e inclusive la del espacio personal. Evidenció paradójicamente la naturaleza egoísta y solidaria del ser humano, al que la cercanía de la muerte lo empujaba a aislarse y rechazar al otro, pero que, contribuía de cualquier modo para evitar la partida de los demás. En momentos, el temor fue mayor, pero finalmente la esperanza nos orientó y aprendimos a sobrellevar la tragedia de lo ocurrido con la mirada hacia el futuro. Comprendimos que la pandemia, más allá de los resultados nefastos que produjo, era temporal y que la “cura” (el control y la remediación porque no hay solución definitiva) dependía exclusivamente de nosotros mismos. Entendimos que el principal foco de contagio éramos nosotros y que había límites infranqueables para evitar ser contagiados por otros que, irresponsablemente, descuidaban las reglas mínimas de salubridad.
No obstante, a la fecha, otra vez cargamos los males de otra pandemia -que no es nueva, pero ha crecido en número de contagios y ha multiplicado sus variantes-: la corrupción. Ésta, también ha develado mucho. Ha develado la marcada ineficiencia del Estado ecuatoriano, el oportunismo e indolencia de varias autoridades públicas, la crisis profunda, a nivel nacional, en la prestación de servicios públicos y la total ausencia de valores éticos y morales en quienes se encuentran al mando de la cosa pública. Por ello, con facilidad tendemos a culpar al gobierno nacional, a las autoridades o a los políticos por los casos de corrupción, pero la corrupción es un mal cultural presente en Latinoamérica desde la época de la colonia -y probablemente antes-; es un defecto anclado al “poder” que, lamentablemente, tiende a normalizarse e incluso institucionalizarse en diferentes ámbitos públicos y privados en nuestro país. El abuso de poder (con fines de beneficio personal) en todo contexto, se ha vuelto una peligrosa constante, se ha perdido el valor por los límites al ejercicio del poder y la disputa cotidiana se centra, azarosamente, en la concentración del mismo.
Por eso, en Ecuador, a muchos les resulta cada vez más difícil distinguir los comportamientos honestos e íntegros de los comportamientos éticamente reprochables. Varios se escudan en la afirmación de: “no ser político”, como si la honestidad, la integridad o el sentido común tuviesen estándares distintos entre los políticos y los no políticos. En la praxis, el ladrón es ladrón robe o no al Estado o a un particular. Sin embargo, en el discurso, la mayoría de políticos niegan serlo, pero dicha dicotomía es completamente errada: todos de una u otra manera cumplimos un rol político en sociedad y si bien los cuidados que deben tener los funcionarios públicos respecto de los bienes comunes son específicos y relevantes (determinados jurídicamente), todos los ecuatorianos tenemos deberes y responsabilidades generales que garantizan una adecuada y pacífica convivencia en comunidad. El solo hecho de negar lo que somos o de aislarnos del espacio de lo público y atribuir nuestra responsabilidad a otro, debería considerarse una conducta encaminada a la promoción de la corrupción.
Lamentablemente, como ocurrió con el Covid-19, la corrupción no tiene cura, pero el mejor antídoto está en nosotros mismos, en cumplir con los límites previstos para evitar el contagio. No hay vacuna posible más que una cruzada nacional por el respeto y consideración a las normas y a las instituciones en todos los ámbitos de nuestra vida: en el hogar, en la escuela, en el trabajo, etc. Depende esencialmente de nosotros: seamos honestos e íntegros. Comportémonos respetando el orden previsto legítimamente por la comunidad; caso contrario, viviremos en “tierra de nadie”.