Por Pablo Salgado J. (Escritor y Periodista)
Gustavo trabajaba en Ecuatoriana de Aviación. Era técnico en aviónica, con cursos en Estados Unidos e Israel. Y vivía cerca de mi casa; al frente del antiguo aeropuerto. Éramos vecinos. En muchas ocasiones nos juntábamos en su pequeño departamento y conversábamos por horas, escuchando a Pink Floyd y, casi siempre, con alguna bebida de por medio. Siempre hablábamos de libros y de autores. Era un atento, apasionado y crítico lector.
Una noche -por el frío de Quito, supongo- me regaló una cobija de Ecuatoriana, de esas que entonces uno podía solicitar a las azafatas a mitad del vuelo. O que uno encontraba en los asientos. Después de cobijarme, le pedí que me regalara uno de esos letreros que había en las cabeceras de los asientos de los aviones, y que separaban el sector de los fumadores con el de los no fumadores. ¡Vaya tiempos¡ Y ese letrero lo coloqué en mi anaquel de libros. Y desde entonces me acompaña. Hoy sigue en mi biblioteca.
La cobija desapareció, pero el letrero no. Como recordándome también que a Gustavo le encantaba fumar. Y leer. Y escribir. Y protestar. Y luchar por las causas justas. Luchar por los mas desposeídos. Por cambiar el país. Y el mundo.
Gustavo Garzón Guzmán desapareció hace 31 años. Se perdió -o mejor, lo perdieron- una madrugada fría y oscura, luego de despedirse de los amigos, con quienes había acudido al Son candela, a conversar y a bailar. Porque, aunque no era muy bueno para mover el cuerpo, también le encantaba bailar.
Su madre, doña Clorinda, siempre lo esperaba despierta. Acostada pero despierta. Y esa madrugada Gustavo no llegó. Nunca más llegaría. Y doña Clorinda, superando el profundo dolor que implica perder a un hijo, decidió salir a buscarlo: “A veces me despierto hijo mío y voy a tu cuarto a ver si has llegado. Ayer creí que entrarías a saludarme y esta tarde te esperaba como quien espera al niño de sus sueños, de sus amores”.
Armó un cartel con la fotografía de Gustavo y acudió a la Plaza Grande. Se unió a otros padres y madres y a Pedro Restrepo, quien también buscaba -y aún los busca- a sus hijos Santiago y Andrés. Cada miércoles, con sol o con lluvia, ahí estaban; dignos y valientes exigiendo a los gobiernos de turno conocer el paradero de sus hijos.
Gustavo desapareció durante el gobierno de Rodrigo Borja en manos de los cuerpos de seguridad del Estado que habían sido creados por León Febres Cordero. Ese aparato de seguridad Borja no lo desmanteló. Por ello, Gustavo desapareció el 10 de noviembre de 1990.
En Ecuador, como es común en estos casos, nunca se investigó. La justicia nunca actuó. De ahí que doña Clorinda, su hermano Rodrigo y varias organizaciones de derechos humanos, llevaron el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, CIDH. Hace poco, en enero pasado, por primera vez el ex presidente Rodrigo Borja compareció ante la Corte, y con total descaro afirmó que no conocía el caso, que no sabía, que nunca se había enterado. Cuando en verdad doña Clorinda, los familiares y los amigos de Gustavo le hicieron llegar varias cartas solicitándole una audiencia. Nunca los recibió. Nunca. Incluso su Ministro de Gobierno, César Verduga, había prometido investigar el caso. Tampoco lo hizo.
A Gustavo lo conocí cuando los dos llegamos al Taller de literatura que coordinó Miguel Donoso Pareja, quien retornó al país luego de residir 18 años en México. Y ese espacio de permanente, e implacable, ejercicio crítico nos juntó, al punto que luego -junto a otros integrantes del Taller, creamos la revista literaria La Mosca Zumba, en la que Gustavo publicó varios de sus cuentos.
Sus primeros relatos -Mijito mar y Conspiración- aparecieron en el “Libro de Posta, la narrativa actual en el Ecuador,” publicado por editorial El Conejo, 1983, y que recogía cuentos de varios de los escritores del Taller de Miguel Donoso. El relato ‘Mijito mar” provocó la ira de las autoridades de Ecuatoriana de aviación, y ordenaron su inmediato despido. Gustavo escribió entonces: “la sensación de libertad fue aplastando a la pérdida”. Así fue y pronto encontró un nuevo empleo; encargado de la venta de los libros de la Casa de la Cultura en una pequeña caseta que, entonces, fungía como librería.
Luego, con Gustavo estuvimos otra vez juntos en la colección Ediciones Evaristo que publicó el Municipio de Quito y en la que se publicaron nuestros primeros libros. “Brutal como el rasgar de un fósforo” se tituló el libro de Gustavo. Y además lo presentamos juntos -con Vicente Robalino y Adolfo Macías- en el auditorio de CIESPAL, en donde la apreciación crítica la hizo Hernán Rodriguez Castelo.
Y también varios viajes compartidos. Recuerdo cuando fuimos a Manta, a presentar La Mosca. Y en medio de la noche, Gustavo aullaba a la tierra, al cielo, a los dioses. No olvido su alegría cuando las estudiantes de un colegio, luego de una lectura de cuentos y poemas, le pedían autógrafos y los firmaba con devoción. Era feliz leyendo sus cuentos a las estudiantes. Asumía que la literatura -su literatura- servía para acercarse y conocer la realidad, que -como decía Galeano- es el primer paso para intentar cambiar el mundo.
Las medidas neoliberales de los años ochenta convirtieron al Ecuador en un enorme país de injusticia, desigualdad y represión. Gustavo no podía ser indiferente y optó por integrarse a Montoneras Patria Libre. Sentía que la literatura era insuficiente. Su amor por los demás no le permitía estar en silencio. “A veces hay que callarse a gritos”, decía. Fue tomado preso y acusado de tenencia de armas. Pero fue sobreseído y liberado. Y volvió a la literatura. Aunque, en verdad, nunca se había ido. Siguió escribiendo siempre. Y leyendo. Y fumando.
Así, cuando estaba a punto de terminar su doctorado en Letras en la Universidad Católica, esa noche del 10 de noviembre decidió regresar solo a la casa de su madre, en San Juan, pero nunca llegó. Desapareció. O mejor, lo desaparecieron. Hoy lo sabemos, las fuerzas de seguridad estaban al acecho. Lo torturaron y desaparecieron. Como a tantos otros ecuatorianos.
En enero de 2021, el Estado ecuatoriano finalmente reconoció su responsabilidad en la desaparición de Gustavo. Lo hizo al final de la audiencia de la CIDH. Aceptó que se configuró una desaparición forzada y reconoció su responsabilidad en la violación de la Convención Americana de Derechos Humanos. Y solicitó que la Corte fije las reparaciones correspondientes.
Sin embargo, aún no se conoce su paradero. Como sucede también con los hermanos Restrepo. Y tantos otros. Una vez más, ese mal entendido «espíritu de cuerpo» ha otorgado impunidad a policías y militares. Por ello, hoy seguimos exigiendo reparación y justicia. Que se conozca la verdad y se sancione a los culpables.
Aquella noche, su madre, doña Clorinda, lo esperaba. Hoy lo sigue esperando. Sabe que no vendrá. Pero quiere conocer la verdad. Y quiere saber dónde está Gustavo. Todos queremos y exigimos la verdad. Doña Clorinda, de vez en cuando, visita el dormitorio de Gustavo, en donde siguen intactos sus libros, su máquina de escribir Brother, sus hojas en blanco y sus casettes de Pink Floyd, Madonna y Serrat.