La verdad, como concepto, ha sido objeto de reflexión y debate desde tiempos inmemoriales. Desde épocas antiguas, los filósofos han tratado de definir qué es la verdad y cómo podemos acceder a ella. En general, se suele entender la verdad como la correspondencia entre lo que pensamos o decimos y la realidad objetiva. Es decir, algo es verdadero si se ajusta a los hechos tal y como son, independientemente de lo que nosotros queramos creer o imaginar. Sin embargo, la búsqueda de la verdad no siempre es fácil ni sencilla. La complejidad del mundo y de las relaciones humanas puede hacer que los hechos sean ambiguos o difíciles de interpretar, y muchas veces nuestros propios prejuicios o intereses pueden hacernos ver lo que queremos ver en lugar de aceptar la realidad tal y como es. Incluso, cuando tenemos acceso a la verdad, puede resultar incómoda o desagradable y preferimos ignorarla o tergiversarla para proteger nuestra imagen o nuestros intereses.
En Ecuador atravesamos una etapa plagada de verdades incómodas. Vivimos en medio del caos en un estado de inseguridad casi total. La seguridad ciudadana -que es la garantía mínima que debe resguardar cualquier Estado- se encuentra ahora en hombros de los mismos ciudadanos, haciendo evidente la inutilidad e indolencia del gobierno nacional. Por ello -a gusto del que escribe-, una de las verdades incómodas que nos rodea y deberíamos aceptar, es el hecho de que el Presidente de la República debería irse, su salida no resolvería el problema profundo en el que vivimos, ocasionado, entre otros, por su ineptitud, pero, su salida traería “aires frescos” a la convulsionada cotidianidad del ecuatoriano promedio, aplacando en algo el sentimiento agudo de decepción que existe en todos los ciudadanos: promovería, en cierta medida, el renacimiento de la esperanza del entramado del tejido social.
Sin embargo, otra de las verdades incómodas que circunda mi pensamiento, es que la salida del señor Lasso no debería ser la consecuencia de juicio político alguno ni de una posible declaratoria de “muerte cruzada”. Ambos casos incrementarían solamente la decepción ciudadana, promoverían aún más el caos y no faltarían los oportunistas de siempre que “pescarían a río revuelto”, demacrando aún más la pobre estabilidad de nuestro país. Si el Presidente se va, debería irse por sus propios medios. Por otro lado, sacar a los asambleístas tampoco resolvería nada… ni siquiera alimentaría la percepción de ambiente fresco o renovado, libre de torpeza, vanidad y yerros. Únicamente satisfaría el deseo de venganza y odio de ciertos sectores de la sociedad, porque, lo cierto es -lamentablemente- que tan inútil para el país es su presencia como su virtual ausencia.
Ahora bien, puede ser que mis verdades, calificadas de incómodas, sufran de sesgo personal pese al ánimo de este autor por concluir atendiendo hechos manifiestos; por lo que, para finalizar, resulta importante recordarle al lector que más allá de que concuerden o discrepen con lo dicho, es indispensable mantener una actitud crítica y reflexiva hacia la información y los discursos que nos rodean. Debemos aprender a evaluar la calidad de las fuentes, a contrastar diferentes puntos de vista y a estar dispuestos a cambiar de opinión si los hechos así lo requieren. Debemos promover una cultura en la que prevalezca el compromiso con la verdad por encima de cualquier otra consideración, y en la que se valore la sinceridad y la honestidad por encima de la manipulación y la propaganda. Poco hacemos por el país removiendo autoridades a pesar de la evidente y oportuna necesidad; pero, un compromiso real de la ciudadanía con la verdad provocaría, en un país como el nuestro, cambios enormes y positivos.