No hay nada más sublime que la dulzura, la ternura, la alegría, la inocencia y vitalidad de un niño o niña. Su existencia en nuestras vidas nos llena de esperanzas, sueños y nos impulsa a un futuro mejor, por eso, resulta muy doloroso e impactante cuando escuchamos casos en los que la vida de algunos de ellos se trunca de forma repentina, violenta y simplemente incomprensible.
En estos últimos días, se han registrado hechos que conmueven a la opinión pública por la forma en que varios niños, en medio de su inocencia y fragilidad humana, fueron violentados, agredidos y abusados. Son casos difíciles de entender pero que deben llegar a lo más profundo de nuestras conciencias.
A inicios de octubre de este año, en la ciudad de Santo Domingo, Joshua un niño de 5 años de edad murió producto de golpes y estrangulamiento, la madre y el padrastro del pequeño son los principales sospechosos de este acto.
No fue el único caso, el 28 de octubre en Riobamba, la pequeña Emilia, de apenas 4 años de edad, murió luego de permanecer en estado de coma durante varios días. Ella registraba politraumatismos, una lesión en su cráneo, indicios de agresión sexual y sustancias psicotrópicas en su sangre. El principal sospechoso, el conviviente de su madre.
Hay un caso más, hace pocos días la muerte por envenenamiento de dos hermanitos, uno de cinco y otro de 10 años de edad, en el sector de Pifo, al oriente de Quito. Al parecer, los pequeños fueron asesinados por su madre, quien además es la principal sospechosa de la muerte de un hombre que fue encontrado enterrado debajo del lavamanos de la casa donde estaban los niños y la intoxicación de una mujer que cuidaba de los menores.
Estos son apenas tres de tantos casos de violencia y muerte de niñas y niños que se registran a diario en nuestro país, son hechos que siempre han estado presentes y que, lamentablemente, se han incrementado durante esta pandemia.
¿Qué evidencia esto? La profunda crisis que como sociedad estamos atravesando, donde este tipo de casos se naturalizan al punto que ya no provocan asombro y se los asume como parte de la cotidianidad. ¡Esto no puede seguir así!
La muerte de cualquier persona, pero sobretodo de un niño, debe movilizarnos socialmente, removernos, estremecernos, llevarnos a preguntar qué estamos haciendo desde nuestros propios espacios para impulsar el respeto de sus derechos, para protegerlos, cuidarlos y sobre todo amarlos.
Qué conciencia estamos generando en nuestros niños, desde casa, para que desde su inocencia también puedan alzar la voz y reclamar por aquellos que, por sus condiciones de vulnerabilidad, de pobreza, de exclusión se ven expuestos triplemente al riesgo de una muerte prematura, injusta y dolorosa.
Es también necesaria una movilización institucional, una acción contundente de esas autoridades a las que debemos recordar que están en la obligación de atender de forma urgente y efectiva este problema social, garantizar la protección y el cuidado necesario para evitar más muertes de niños. No es justo que se diga que se trabaja por los derechos de todos, mientras a diario más niños y niñas siguen muriendo en nuestro país.
Como dice el cantautor argentino León Gieco: “Que lo injusto no me sea indiferente”, palabras que nos recuerdan que hay hechos que, por su naturaleza, simplemente no podemos olvidar y menos dejar pasar. (O)